La muñeca menor
miércoles, 21 de septiembre de 2016
Crítica a la muñeca menor
A mí parecer, este cuento es muy interesante e inusual, pues la autora rompe los estereotipos tradiciones de amor y romanticismo que vemos habitualmente, en el cuento de la muñeca menor, ella da a conocer un amor desigual y amargo. La ''muñeca'' es quien representa la lucha de la mujer para progresar y ser más que un objeto inerte. Además de eso, me gustó mucho como la autora mezcla aspectos de la realidad con lo fantástico para ofrecer una perspectiva feminista al lector, haciendo que loa sucesos fantásticos parezcan casi reales, como la metamorfosis de la menor, demostrando el tono feminista al cuento, ilustrando el cambio de poder del hombre a la mujer.
Identidad latinoamericana
En el cuento se puede apreciar la identidad latinoamericana por medio de su contenido como trasfondo. La historia se remonta a la antigua latinoamerica, donde la sociedad era netamente guiada por la influencia del machismo, en especial Puerto Rico, que es el país natal de Rosario Ferré, autora del cuento.
Incluso se puede ver el carácter latinoamericano en las nombradas ''chágaras'' del cuento, las cuales a pesar de ser un simple mito y ficción del cuento, se caracterizan por se encontradas en ríos, en lugares de latino américa, tales como República dominicana, Puerto Rico, etcétera.
Incluso se puede ver el carácter latinoamericano en las nombradas ''chágaras'' del cuento, las cuales a pesar de ser un simple mito y ficción del cuento, se caracterizan por se encontradas en ríos, en lugares de latino américa, tales como República dominicana, Puerto Rico, etcétera.
Interpretación
El cuento La muñeca menor nos da a conocer la figura femenina y como ésta ha sido anulada, manipulada y reprimida por la figura explotadora del hombre.
La historia comienza relatando la historia de una mujer, una tía que tras un suceso ocurrido en su infancia, se resigna a vivir como una persona normal y decide aislarse de la sociedad. El suceso ocurrió mientras se estaba bañando en un río, fue mordida por una chágara en la pantorrilla, por lo cual tuvo que ir a médico urgentemente. El médico diagnosticó que la chágara se encontraba alojada dentro de su pierna, por lo cual según él no había nada más que hacer, más que tratarla mensualmente. Con el tiempo, se dedicó a hacerles muñecas a sus sobrinas, hasta que llegó el momento en que las muñecas se convirtieron en unas obras impresionantes, muy complejas y hermosas. Cada año que pasaba, la tía le regalaba a cada sobrina una muñeca, aumentándolas de tamaño a medida que ellas crecían. Así lo hacía hasta el día del casamiento de sus sobrinas, donde les regalaba su última muñeca.
En un de las tantas visitas del médico que trataba a la tía, éste llevó a su hijo, el cual también era médico. Éste no tardó en descubrir que su padre había manipulado a la tía por medio del chágara para lucrarse y poder costear los estudios de su hijo. El caso de la tía continuo en manos del hijo del médico, quien tras ir habitualmente, comenzó a cortejar a la sobrina menor de la tía, la única que quedaba en la casa, puesto que todas las demás se habían casado.
La sobrina menor se casó con el joven médico y la tía le obsequió una muñeca muy peculiar, rellena de miel y le había introducido en las pupilas de los ojos unos pendientes brillantes. El doctor al casarse con la joven, la obligaba a sentarse en el balcón, para hacer alarde de que se había casado en sociedad. La joven tras sus sospechas, descubrió la avaricia y ambición de su esposo, cuando este le sacó los pendientes de diamantes a los ojos de la muñeca, y los empeñó por un reloj lujoso. Fue desde entonces que los parpados de la muñeca permanecieron abajos.
Meses más tarde el doctor notó que la muñeca había desaparecido. La joven le dijo que había vendido las manos de porcelana y la cara por una buena cantidad de dinero a unas mujeres que restauraban a la Virgen en la iglesia, y que las hormigas habían devorado la miel que habitaba dentro de la muñeca una noche. Éste no creyó y salió a escavar por los alrededores de la casa, en busca de los restos de la muñeca, pero no encontró nada.
Finalmente, el doctor se hizo millonario y lo tenía prácticamente todo. Sin embargo, había algo que lo inquietaba. Y es que mientras los años pasaban, el envejecía cada vez más, pero su esposa guardaba la misma piel que cuando él iba a visitarla. Una noche él decidió mirarla mientras ella dormía y notó que su pecho no se movía, él tomó su estetoscopio para escuchar los latidos de su corazón, pero no escuchó nada, más que agua. Y fue entonces cuando la muñeca levantó los parpados y por los agujeros vaciós donde una vez los ojos de cristal habían estado, comenzaron a salir frenéticas las antenas de las chágaras.
Así es como a medida que leemos el cuento, logramos ver que la muñeca menor es la sobrina menor de la tía. El detalle se aprecia al culminar el cuento, pues justo en el final la joven se convierte en la muñeca que una vez creó su tía y en donde coincide el título con la lectura.
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La historia comienza relatando la historia de una mujer, una tía que tras un suceso ocurrido en su infancia, se resigna a vivir como una persona normal y decide aislarse de la sociedad. El suceso ocurrió mientras se estaba bañando en un río, fue mordida por una chágara en la pantorrilla, por lo cual tuvo que ir a médico urgentemente. El médico diagnosticó que la chágara se encontraba alojada dentro de su pierna, por lo cual según él no había nada más que hacer, más que tratarla mensualmente. Con el tiempo, se dedicó a hacerles muñecas a sus sobrinas, hasta que llegó el momento en que las muñecas se convirtieron en unas obras impresionantes, muy complejas y hermosas. Cada año que pasaba, la tía le regalaba a cada sobrina una muñeca, aumentándolas de tamaño a medida que ellas crecían. Así lo hacía hasta el día del casamiento de sus sobrinas, donde les regalaba su última muñeca.
En un de las tantas visitas del médico que trataba a la tía, éste llevó a su hijo, el cual también era médico. Éste no tardó en descubrir que su padre había manipulado a la tía por medio del chágara para lucrarse y poder costear los estudios de su hijo. El caso de la tía continuo en manos del hijo del médico, quien tras ir habitualmente, comenzó a cortejar a la sobrina menor de la tía, la única que quedaba en la casa, puesto que todas las demás se habían casado.
La sobrina menor se casó con el joven médico y la tía le obsequió una muñeca muy peculiar, rellena de miel y le había introducido en las pupilas de los ojos unos pendientes brillantes. El doctor al casarse con la joven, la obligaba a sentarse en el balcón, para hacer alarde de que se había casado en sociedad. La joven tras sus sospechas, descubrió la avaricia y ambición de su esposo, cuando este le sacó los pendientes de diamantes a los ojos de la muñeca, y los empeñó por un reloj lujoso. Fue desde entonces que los parpados de la muñeca permanecieron abajos.
Meses más tarde el doctor notó que la muñeca había desaparecido. La joven le dijo que había vendido las manos de porcelana y la cara por una buena cantidad de dinero a unas mujeres que restauraban a la Virgen en la iglesia, y que las hormigas habían devorado la miel que habitaba dentro de la muñeca una noche. Éste no creyó y salió a escavar por los alrededores de la casa, en busca de los restos de la muñeca, pero no encontró nada.
Finalmente, el doctor se hizo millonario y lo tenía prácticamente todo. Sin embargo, había algo que lo inquietaba. Y es que mientras los años pasaban, el envejecía cada vez más, pero su esposa guardaba la misma piel que cuando él iba a visitarla. Una noche él decidió mirarla mientras ella dormía y notó que su pecho no se movía, él tomó su estetoscopio para escuchar los latidos de su corazón, pero no escuchó nada, más que agua. Y fue entonces cuando la muñeca levantó los parpados y por los agujeros vaciós donde una vez los ojos de cristal habían estado, comenzaron a salir frenéticas las antenas de las chágaras.
Así es como a medida que leemos el cuento, logramos ver que la muñeca menor es la sobrina menor de la tía. El detalle se aprecia al culminar el cuento, pues justo en el final la joven se convierte en la muñeca que una vez creó su tía y en donde coincide el título con la lectura.
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Biografía de Rosario Ferré
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Rosario Ferré Ramirez de Arellano nació el 20 de
Septiembre de 1938 en la ciudad de Ponce, Puerto Rico, En el seno de una de las familias más adineradas de Puerto Rico, sus padres fueron Lorenza Ramírez de Arellano y Bartoli y Luis A, Ferré Aguayo.
Caracterizada por ser escritora, cuentista, poetiza, novelista y crítica literaria.
Caracterizada por ser escritora, cuentista, poetiza, novelista y crítica literaria.
g
Ferré empezó a escribir profesionalmente a los
14 años, publicando artículos en el periódico puertorriqueño ’’El Nuevo
Día’’
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Luego de graduarse de secundaria, Ferré viajó a
los Estados Unidos, en donde obtuvo un Bachelor of Arts en
Inglés y Francés en el Manhattanville College.
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Regresó a Puerto Rico en 1970 y se
matriculó en la Universidad de Puerto Rico donde obtuvo su maestría
en español y estudios latinoamericanos.
Luego de terminar sus estudios, Ferré se casó con el empresario Benigno Trigo González, con quien tuvo tres hijos: Rosario Lorenza, Benigno y Luis Alfredo. La pareja se divorció después de diez años de matrimonio. Mientras estudiaba en el Departarmento de Estudios Hispanos de la Universidad de Puerto Rico, conoció a su segundo esposo, José Aguilar Mora, un profesor y escritor mexicano. Sin embargo, el matrimonio solo duró unos pocos años. Finalmente, conoció a Agustin Costa Quintano, un arquiteco puertorriqueño, quien se convertiría en su tercer esposo, ambos se mudaron a Puerto Rico.
f
· Ferré recibió numerosos reconocimientos por su
labor. En 1974, ganó el concurso de cuentos del Ateneo Puertorriqueño. En 1992,
ganó el Liberturpries en la Feria del Libro de Fráncfort.4 En 1997, recibió un
doctorado honorario de la Universidad Brown. En 2009, recibió la medalla en la
categoría de literatura en los Premios Nacionales de Cultura del Instituto de
Cultura Puertorriqueña.
Entre sus obras se encuentran:
- Maldito Amor (1989)
- La casa de la laguna (1995)
- El medio pollito (1981)
- Vecindarios excéntricos (1998)
Contexto de producción
''La muñeca menor'' es el primero de los cuentos escritos por Rosario Ferré en que la autora desarrolla uno de los problemas de mayor importancia en el conjunto de su obra: el matrimonio como cárcel, la mujer como reproductora de la ideología dominante que la convierte en instrumento del hombre que la manipula, engaña y modela a su gusto, anulando todos los deseos y las tendencias personales de la mujer.
Las enseñanzas que Ferré trata de expresar en este cuento van dirigidas, sobre todo, al sexo femenino y a la necesidad de éste de liberarse de las cadenas que socialmente se le aplican por su condición de mujer. No obstante, Rosario Ferré admite, y lamenta, la inmovilidad social en la que Puerto Rico (su país natal) se ve estancado y es por ello que sus ideas, sus consejos, su deseo de cambio, y mucho más que esto, la forma de presentarlas, tienen un meta clara, un público concreto: las niñas.
La autora puertorriqueña, considerada feminista, se dirige a ellas, ya que su proceso de formación todavía está en marcha y aún es posible que cuestionen la sociedad de la que van a ser parte, que duden de lo establecido y que encuentren en las líneas de ''La muñeca menor'', razones suficientes para negar la herencia cultural que las somete.
Cuento La muñeca menor
LA MUÑECA MENOR
Por Rosario Ferré
La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se bañaba menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los cambios de agua de las cañas y sólo salía de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: “Aquí tienes tu Pascua de Resurrección.” A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne de delfín.
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas de brillantes.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban por la calle supiesen que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado .“Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea.” Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las chágaras.
http://employees.oneonta.edu/arangog/LA%20MU%D1ECA%20MENOR.doc
Por Rosario Ferré
La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se bañaba menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los cambios de agua de las cañas y sólo salía de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: “Aquí tienes tu Pascua de Resurrección.” A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne de delfín.
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas de brillantes.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban por la calle supiesen que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado .“Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea.” Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las chágaras.
http://employees.oneonta.edu/arangog/LA%20MU%D1ECA%20MENOR.doc
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